La mezcla cultural que se vive en
San Cristóbal de las Casas se debe a que la población local convive con
aldeanos indígenas que vienen a la ciudad para comprar productos o vender sus
artesanías en los mercados del lugar. Viendo sus coloridos y pintorescos
ropajes, su completamente diferente y exótica fisionomía y escucharlos hablar
entre ellos tzotzil (dialecto derivado del idioma maya) aumentan nuestras ganas y curiosidad para conocer más sobre
su cultura, así que decidimos adentrarnos en las montañas chiapanecas para
conocer dos de las comunidades indígenas más características de la zona.
Uno de ellos fue San Juan
Chamula, una comunidad de habla tzotzil y de fuertes tradiciones bien
arraigadas en la sociedad.
Aunque ya nos habían advertido que los Chamula no
eran gente muy sociable, esto no dejó de hacernos sentir algo incómodos, pues uno
quiere respetar el lugar y la gente que allí vive, y a veces cuesta saber como
comportarse en sitio así. La primera norma es que a los Chamula no les gusta
que les hagan fotografías y pueden llegar a ofenderse mucho. Si uno llegase a
hacer una fotografía dentro de la iglesia podría llegar a tener serios
problemas con la comunidad, y es que San Juan Chamula es un pueblo totalmente
independiente del gobierno mexicano, esta comunidad está gestionada con normas
y reglas propias adaptadas a sus costumbres e historia, están exentos de
impuestos y aplican su propio concepto de justicia, educación, sanidad,
etcétera.
Se cuenta que uno de los alcaldes
robó dinero al pueblo y al poco tiempo murió a tiros junto a algunos
concejales, una manera un poco radical y a la vez eficaz de acabar con la
corrupción, ¿no creéis?
Pues así, cámaras guardadas, nos
dedicamos a conocer el pueblo, que aunque festejaba la fiesta de San Sebastián
Mártir, sus habitantes no desprendían mucha alegría, aunque si embriaguez, y
sus calles estaban totalmente abarrotadas de gente local, vistiendo sus
tradicionales trajes de pelo de cabra.
Como el mayor punto de interés es
la popular iglesia, recorrimos la calle principal hasta llegar a ella y además
lo hicimos en el momento exacto, pues centenares de personas esperaban algo que
no sabíamos que seria y por la gran barrera creada entre ellos y el turismo,
tanto por no querer mezclarse y el lenguaje, no fuimos capaces de anticiparnos.
Entramos en la iglesia y empezó la magia. Es un lugar donde la adoración a la
naturaleza de los antiguos mayas se mezcla con el catolicismo impuesto hace más
de quinientos años, viéndose reflejado en que la iglesia no tiene bancos y todo
el suelo está cubierto de ramas de pino, donde los creyentes se arrodillan a
rezar a santos cristianos que dicen representar a cada uno de los antiguos
dioses mayas en su versión más católica. Cada uno de los santos lleva colgado
del cuello un espejo para que los males se reflejen y queden purificados. Pero
lo más impactante de esta iglesia es su ambiente, pues decenas de músicos
tocaban harpas e instrumentos de percusión entre el intenso humo de copal
quemado, que al filtrarse por los rayos de luz que entra por las ventanas, dan
al lugar un aire místico capaz de envolverte y transportarte en muy pocos
segundos.
Al poco tiempo de estar allí la
gente empezó a empujar y el ambiente comenzó a ponerse más tenso. Varios
hombres portando altas banderas se colocaron en el centro de la iglesia y todos
los músicos a su alrededor. Nos hicimos a un lado, pues parecía que en breve
algo iba a ocurrir, y así fue, empezaron a cargar santo a santo sobre sus
hombres y cual procesión de Semana Santa desfilaron hacia la salida del templo.
Cuando todos los santos estaban ya fuera fueron paseados en círculo alrededor
de la plaza principal, nosotros también salimos para observar el espectáculo.
Algunos hombres iban colocando ramas de pino para marcar el camino por dónde
los santos pasarían, otros lanzaban estruendosos petardos conforme los santos
avanzaban, y la mayoría bebía pox, un fuerte aguardiente que hacía caer a
muchos, en ese mismo instante un grupo de hombres los cogía a hombro y los
sacaba del recinto, para dejarlos tirados en cualquier esquina.
Tras tres vueltas a la plaza los
santos volvieron a la iglesia, cesando las explosiones de petardos y los
músicos dirigieron su banda hacía la casa del alcalde. Nosotros, agotados por
la intensidad de las emociones y captando las miradas de tensión, decidimos ir
a comer algo y coger energías para nuestro próximo destino.
Unos quince minutos en taxi nos
dejarían en el valle dónde se encuentra la aldea de Zinacantán, dónde también
celebraban la fiesta de San Sebastián Mártir. Aunque tan solo diez kilómetros
separan a una aldea de la otra, sus gentes son totalmente diferentes. Vestidos
para la ocasión, tanto hombres como mujeres lucían sus atuendos
predominantemente morado o rosa, bordados a mano con motivos florales y algunos
hombres añadiendo coloridos sombreros de serpentina.
La iglesia, tan mística
como la de los Chamula, pero algo más alegre, lucía con orgullo los miles de
frutas colgadas del techo en ofrenda a los santos. En la plaza de la iglesia,
una fiesta totalmente distinta a la que habíamos presenciado, todo el pueblo se
reunía en círculo rodeando a divertidos danzantes que saltaban y corrían con
estructuras metálicas sobre sus cabezas y en ellos colocados sistemas
pirotécnicos que iban explotando mientras jugueteaban con un grupo de niños,
que los perseguían barriéndolos con escobas a medida. Nosotros deducimos una
simbolización para espantar al demonio a base de escobazos. De vez en cuando,
acompañando a estos diablos pirotécnicos, salían hombres disfrazados de
ancianos o mujeres, o incluso luchadores mexicanos enmascarados, para hacer la
fiesta más atractiva.
Muy cerquita del espectáculo se
encontraban dos gigantes estructuras metálicas con forma de torres, rellenos de
fuegos artificiales preparados para su explosión al anochecer, pero como
todavía quedaba mucho y estábamos algo cansados decidimos volver a San Cristóbal
perdiéndonos el que seguro fue un irrepetible espectáculo.
Pero antes de volver
nos ofrecieron visitar uno de los telares dónde se producen todos los vestidos
de la fiesta y algunos accesorios más, de forma totalmente manual, con lo que
se conoce como telar de cintura.
La visita a las dos aldeas es algo que todo el
que pase por San Cristóbal debe hacer, pues se encuentran muy cerca. A nosotros
nos voló la imaginación por un momento intentando pensar que se esconderían en
lo profundo de esas altas montañas, pues seguro que la infinidad de pequeñas
aldeas con distintas costumbres, donde los turistas no suelen llegar,
fascinarían nuestros sentidos como lo han hecho Zinacantán y San Juan Chamula.
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