viernes, 5 de mayo de 2017

San Juan Chamula y Zinacantán, Chiapas, México

La mezcla cultural que se vive en San Cristóbal de las Casas se debe a que la población local convive con aldeanos indígenas que vienen a la ciudad para comprar productos o vender sus artesanías en los mercados del lugar. Viendo sus coloridos y pintorescos ropajes, su completamente diferente y exótica fisionomía y escucharlos hablar entre ellos tzotzil (dialecto derivado del idioma maya) aumentan nuestras ganas y curiosidad para conocer más sobre su cultura, así que decidimos adentrarnos en las montañas chiapanecas para conocer dos de las comunidades indígenas más características de la zona.
Uno de ellos fue San Juan Chamula, una comunidad de habla tzotzil y de fuertes tradiciones bien arraigadas en la sociedad.


Aunque ya nos habían advertido que los Chamula no eran gente muy sociable, esto no dejó de hacernos sentir algo incómodos, pues uno quiere respetar el lugar y la gente que allí vive, y a veces cuesta saber como comportarse en sitio así. La primera norma es que a los Chamula no les gusta que les hagan fotografías y pueden llegar a ofenderse mucho. Si uno llegase a hacer una fotografía dentro de la iglesia podría llegar a tener serios problemas con la comunidad, y es que San Juan Chamula es un pueblo totalmente independiente del gobierno mexicano, esta comunidad está gestionada con normas y reglas propias adaptadas a sus costumbres e historia, están exentos de impuestos y aplican su propio concepto de justicia, educación, sanidad, etcétera.
Se cuenta que uno de los alcaldes robó dinero al pueblo y al poco tiempo murió a tiros junto a algunos concejales, una manera un poco radical y a la vez eficaz de acabar con la corrupción, ¿no creéis?
Pues así, cámaras guardadas, nos dedicamos a conocer el pueblo, que aunque festejaba la fiesta de San Sebastián Mártir, sus habitantes no desprendían mucha alegría, aunque si embriaguez, y sus calles estaban totalmente abarrotadas de gente local, vistiendo sus tradicionales trajes de pelo de cabra.
Como el mayor punto de interés es la popular iglesia, recorrimos la calle principal hasta llegar a ella y además lo hicimos en el momento exacto, pues centenares de personas esperaban algo que no sabíamos que seria y por la gran barrera creada entre ellos y el turismo, tanto por no querer mezclarse y el lenguaje, no fuimos capaces de anticiparnos.


Entramos en la iglesia y empezó la magia. Es un lugar donde la adoración a la naturaleza de los antiguos mayas se mezcla con el catolicismo impuesto hace más de quinientos años, viéndose reflejado en que la iglesia no tiene bancos y todo el suelo está cubierto de ramas de pino, donde los creyentes se arrodillan a rezar a santos cristianos que dicen representar a cada uno de los antiguos dioses mayas en su versión más católica. Cada uno de los santos lleva colgado del cuello un espejo para que los males se reflejen y queden purificados. Pero lo más impactante de esta iglesia es su ambiente, pues decenas de músicos tocaban harpas e instrumentos de percusión entre el intenso humo de copal quemado, que al filtrarse por los rayos de luz que entra por las ventanas, dan al lugar un aire místico capaz de envolverte y transportarte en muy pocos segundos.
Al poco tiempo de estar allí la gente empezó a empujar y el ambiente comenzó a ponerse más tenso. Varios hombres portando altas banderas se colocaron en el centro de la iglesia y todos los músicos a su alrededor. Nos hicimos a un lado, pues parecía que en breve algo iba a ocurrir, y así fue, empezaron a cargar santo a santo sobre sus hombres y cual procesión de Semana Santa desfilaron hacia la salida del templo. Cuando todos los santos estaban ya fuera fueron paseados en círculo alrededor de la plaza principal, nosotros también salimos para observar el espectáculo. Algunos hombres iban colocando ramas de pino para marcar el camino por dónde los santos pasarían, otros lanzaban estruendosos petardos conforme los santos avanzaban, y la mayoría bebía pox, un fuerte aguardiente que hacía caer a muchos, en ese mismo instante un grupo de hombres los cogía a hombro y los sacaba del recinto, para dejarlos tirados en cualquier esquina.
Tras tres vueltas a la plaza los santos volvieron a la iglesia, cesando las explosiones de petardos y los músicos dirigieron su banda hacía la casa del alcalde. Nosotros, agotados por la intensidad de las emociones y captando las miradas de tensión, decidimos ir a comer algo y coger energías para nuestro próximo destino.
Unos quince minutos en taxi nos dejarían en el valle dónde se encuentra la aldea de Zinacantán, dónde también celebraban la fiesta de San Sebastián Mártir. Aunque tan solo diez kilómetros separan a una aldea de la otra, sus gentes son totalmente diferentes. Vestidos para la ocasión, tanto hombres como mujeres lucían sus atuendos predominantemente morado o rosa, bordados a mano con motivos florales y algunos hombres añadiendo coloridos sombreros de serpentina.


La iglesia, tan mística como la de los Chamula, pero algo más alegre, lucía con orgullo los miles de frutas colgadas del techo en ofrenda a los santos. En la plaza de la iglesia, una fiesta totalmente distinta a la que habíamos presenciado, todo el pueblo se reunía en círculo rodeando a divertidos danzantes que saltaban y corrían con estructuras metálicas sobre sus cabezas y en ellos colocados sistemas pirotécnicos que iban explotando mientras jugueteaban con un grupo de niños, que los perseguían barriéndolos con escobas a medida. Nosotros deducimos una simbolización para espantar al demonio a base de escobazos. De vez en cuando, acompañando a estos diablos pirotécnicos, salían hombres disfrazados de ancianos o mujeres, o incluso luchadores mexicanos enmascarados, para hacer la fiesta más atractiva.


Muy cerquita del espectáculo se encontraban dos gigantes estructuras metálicas con forma de torres, rellenos de fuegos artificiales preparados para su explosión al anochecer, pero como todavía quedaba mucho y estábamos algo cansados decidimos volver a San Cristóbal perdiéndonos el que seguro fue un irrepetible espectáculo.


Pero antes de volver nos ofrecieron visitar uno de los telares dónde se producen todos los vestidos de la fiesta y algunos accesorios más, de forma totalmente manual, con lo que se conoce como telar de cintura.

La visita a las dos aldeas es algo que todo el que pase por San Cristóbal debe hacer, pues se encuentran muy cerca. A nosotros nos voló la imaginación por un momento intentando pensar que se esconderían en lo profundo de esas altas montañas, pues seguro que la infinidad de pequeñas aldeas con distintas costumbres, donde los turistas no suelen llegar, fascinarían nuestros sentidos como lo han hecho Zinacantán y San Juan Chamula.

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